El título de esta entrada era uno de los dichos más repetidos de mi abuela paterna, y creo que tiene razón. En mi caso lo hago extensivo también a los abuelos. Mi infancia está llena de historias con mis abuelos, especialmente en las vacaciones de verano o en navidades. Lo que más recuerdo de ellos es el gran amor que me tenían, y que se expresaba en actividades cotidianas como ir a comprar con ellos, o ir al parque a dar de comer a los patos (en mi caso a Campo Grande, puesto que soy de Valladolid), o las comidas infinitas en las que siempre tenías que comer más, o las partidas de cartas, o jugar al parchís o la oca, y esta lista se hace interminable con todos los años vividos junto a ellos. Como todas las relaciones profundas y que dejan huella en nuestro corazón, estas se construyen a través de momentos cotidianos y de cuidado mutuo.
La familia extensa, que forman abuelos, tíos, primos y personas muy cercanas al núcleo familiar, es fundamental para el desarrollo psicológico de nuestros hijos, ya que ellos aprenden diferentes maneras de querer y de ser queridos.
En la actualidad, muchos abuelos se han convertido en un pilar importante en la vida cotidiana de los nietos. Les llevan al colegio, les dan la comida, les llevan a las actividades extraescolares, entre otras labores. Pero su manera de cuidar y de querer siempre será diferente a la de los padres. Sé que algunas veces esta relación no es sencilla y que requiere de mucho diálogo.
Esta entrada solo pretende que recordemos a nuestros abuelos con cariño, y que trasmitamos este cariño a nuestros hijos, para que aprendan a cuidar a los abuelos como ellos lo hacen con ellos.
Ahora son mis hijos los que viven la experiencia de disfrutar de sus abuelos, y espero que, dentro de algunos años, ellos puedan tener el mismo recuerdo entrañable y agradecido que tengo yo por los míos.
Un saludo para todos, y seguid disfrutando de este mes de agosto.
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