A medida que cumplimos años, vamos viendo morir a nuestros seres
queridos y sabemos que es duro el entierro y los primeros días, pero también es
duro el primer cumpleaños, la primera Navidad o la primera vez de cualquier día
especial. Esto es el duelo, que puede
durar un año hasta completar este ciclo vital de 365 días.
Pero no nos engañemos, el amor perdura siempre y, por lo
tanto, también la ausencia que esa persona nos dejo. No olvidemos que esa
persona amó a otras muchas, y todas ellas sufren su muerte. En este sentido, el
dolor compartido siempre es terapéutico. Esa persona fue para otros padre o
madre, esposo/a, abuelo/a, hermano/a... Somos
muchas personas en una a lo largo de nuestra vida.
No ocultemos a nuestros hijos la realidad de la muerte. Hay
que explicarla pues ellos también se enfrentan al dolor por la pérdida, y a
algo más difícil de controlar: el miedo a que papá o mamá también se mueran y ellos
se queden solos. Quizá lo mejor es decirles que lo normal es que las personas morimos cuando
somos muy, muy, muy mayores. Creo que no es bueno decirles que enfermaron y se
fueron al hospital, porque pueden entonces tener un miedo tremendo a que nos
pongamos enfermos. Todas estas
sugerencias siempre dependen de la edad de nuestros hijos, ya que, a medida que
van madurando, sí se les puede explicar cuál fue el motivo del fallecimiento. Si
somos personas creyentes, rezar e ir al
cementerio nos puede ayudar a expresar lo que sentimos y a compartirlo con nuestros
hijos.
En alguna ocasión, ya me habéis oído comentar que es importante expresar las emociones que sentimos, porque nuestros hijos aprenden observando lo que hacemos. Si queremos que ellos sean adultos competentes a nivel emocional, tienen que ver y conocer nuestras emociones.
Es importante que recordemos a las personas a las que amamos,
aunque ya no estén con nosotros, pues el amor es lo que nos constituye como
personas y ese amor no muere nunca.
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